jueves, 24 de octubre de 2019

Sala de estar (Maria Maizkurrena)

Cada tarde se sienta en la sala
desde hace varios días ya. Parece
que se ha vuelto puntual, y el mundo riguroso,
regular como un juguete
mecánico.

Cada tarde la sala se ilumina,
y el rojo denso se hace más liviano
en la tela, en el vidrio, mientras que oro y arena,
en las cortinas ocres,
quieren alzar el vuelo, y abren las alas
como aves que pidieran más espacio.

Cuando llega, la casa se embellece.
La alegría punzante de su breve presencia
llena el lento vacío del sofá,
la arañada fatiga de los muebles
adquiere una pátina gozosa,
los lomos de los libros se inflaman despejando
el camino a la letra promisoria
y en el televisor el silencio es opaco
como un dormir pesado sin imágenes.
Si un niño pasara por aquí
su asombro estamparía
una emoción ingenua y fuerte
sobre esa criatura que arde, pasajera
del tiempo, en la pared, como un fugaz regalo.

Cada tarde, el visitante acude
cuando el sueño remonta y la vida flaquea,
con una invitación que se destina
acaso a la misma conciencia
de las cosas, que el mundo puso fuera
de ellas, y a su lado, para verse
dispuesto así por un designio
cuyo principio ignora.
La ausencia y el silencio
que se esparcen y ceden
cuando desde el umbral las sorprendemos
escapan asustadas
hacia quien las contempla
ejercitando el arte
de la metamorfosis.

Cada tarde la luz del sol despierta
las pobres cosas de la sala y dota
de vida pasajera al decorado
donde el cristal de pronto es un fuego fantástico.

Como si nada faltara en este cuadro,
como si todo fuera real, como si el cielo
al pasar por la ventana le diera un corazón
fuerte y discreto al mundo
que recibe al visitante
y retorna a la nada, dócilmente,
sin un gesto, sin una sola queja.

"Vuelta del aire" (2007)

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